Tengo la boca seca.
Me cuesta mucho levantarme.
No quiero levantarme.
Doy otro giro en mi cama. Las sábanas se salieron de su lugar hace rato, forman un remolino incómodo, una cadena montañosa en medio del colchón.
Pero no tengo ganas de levantarme a arreglarlas.
No sé qué hora es. Tampoco importa mucho. Hay un zumbido permanente: eso es lo que centra mi atención ahora.
Casi puedo ver mis pensamientos, como moscas negras y gordas dando vueltas, una y otra vez. Sin resolución.
La luz del patio entra en filos por la persiana. El dueño de casa todavía no me trajo la hoja de la ventana que se llevó para arreglar. ¿Cuánto hace ya? ¿Un mes? ¿Un mes y medio? En cuanto salga el sol lo llamo. ¿Será posible? ¡Siempre lo mismo!
Ahora estoy boca abajo. Nunca mejor usada la expresión. Mis labios se desparraman sobre mi almohada.
Entre la maraña de pelo que invade mi frente y mis ojos, sigo con la vista el camino de la luz que entra de afuera. Cae sobre la puerta del ropero, que está entreabierta. Me imagino cerrándola con un pie. Pero no me muevo.
Dentro del placard puedo ver mi guitarra criolla, en medio del desorden de zapatos y carteras. Podría ordenar, la verdad. Regalar lo que ya no uso. Tirar lo que esté roto. Comprarme cosas nuevas. Llegar a fin de mes.
Podría tocar la guitarra. Sí, una canción cualquiera, para distraerme.
Una brisa ínfima me pone la piel de gallina. Tiro un poco de las sábanas, escondo mi pie y espero a que el calor quede atrapado. Un poco más.
De pronto noto la placa de descanso, la estoy mordiendo sin darme cuenta. Aflojo las mandíbulas. Los músculos de mi cara se quejan de la tensión a la que los someto a diario. Tal vez buscar en YouTube algún video de yoga, para relajarme.
No, pero viste que dicen que no hay que usar la computadora cuando tenés insomnio. Mejor, no.
Tengo sed. En la heladera quedó algo de helado, de hace un par de semanas, cuando mi familia vino a visitarme. O agua, un vaso de agua fresca ya sería algo cercano al Paraíso. Sí.
Qué lejos que está la cocina. Podría mudarme a una casa que tenga la cocina cerca de la pieza. Al lado. Adentro.
Pero ahora, en este momento, no puedo mudarme. Podría leer, empezar un libro nuevo, ése que me regalaron hace dos años con todos los cuentos de Edgar Allan Poe, que sigue juntando polvo.
A lo mejor pensar en hacer una fiesta, invitar a mis amigos.
Estaría bueno averiguar sobre clases de canto, retomarlas.
Debería buscar el vestido que me prestaron en diciembre y que todavía no devolví, ya estoy quedando como el orto.
Investigar sobre oportunidades de voluntariado.
Planear un viaje a Egipto a pagar el resto de mi vida.
Decirle a mi jefe todo lo que pienso.
Aprovechar el madrugón e ir a donar sangre.
Preguntarles a las cartas de Tarot cuándo voy a volver a enamorarme.
Pero no. No quiero levantarme.