domingo, 30 de agosto de 2015

Tan fugaz como siempre

Hoy caminaba cerca de la estación. Y te vi.
Tan fugaz como siempre.

La danza de tus rulos me hipnotizó una vez más. Hay cierta magia de la que no logro escapar.

En ese instante inesperado, como tantos otros,
el movimiento se detuvo y aceleró de golpe.
La sangre se me volvió espesa y velocísima de repente.
El alma encontró un poro por donde filtrarse.

Cada paso tuyo era una legua, y desapareciste entre los demás
antes de que pudiera volver a la consciencia.

Creo que vivo de perderte.

domingo, 23 de agosto de 2015

Noemí I

Ella miró hacia el techo, la cabeza inclinada hacia la derecha y el índice apoyado en el mentón.

- No sé si es amor… - dijo, fingiendo una duda espontánea.


Yo levanté la cabeza con los ojos bien abiertos y la miré, sorprendida.

- De él, ya sé que no.

- Y de vos, tampoco - continuó, sin mirarme.

“No me hagas dudar”, pensé.

“Yo te voy a demostrar
que yo sí lo amo.



Hija de puta”.

domingo, 16 de agosto de 2015

Cuando te ponías los anteojos para manejar

No te lo dije, pero te lo digo.

Cuando te ponías los anteojos para manejar se me conmovía el alma.

Como si se transparentara algo que no dejabas ver en ningún otro momento.

Me generabas algo tan precioso e inocente, que me cuesta explicármelo.

Simplemente te ponías esos anteojos y para mí se hacía evidente que podía estar enamorada de vos toda la vida.


No creo que lo notaras, pero mi sonrisa era instantánea.

domingo, 9 de agosto de 2015

La tormenta

Las gotas salpican su cabeza, sus hombros y sus pies. El cielo se cierra y oscurece con celeridad. Son las seis de la tarde.

Los minutos se dilatan, los mensajes de texto van y vienen. Hay que buscar refugio, la tormenta cobra intensidad. Él no aparece.

Ella busca reparo en una parada de colectivos. El viento azota Catalinas, como siempre. Siente frío, aunque es febrero.

El tránsito se espesa en Alem. Ella escudriña el horizonte, se para en puntas de pie, intenta adivinar el techo del colectivo que lo trae a él. La ansiedad la recorre como un río salvaje. Aprieta el celular en su mano, lo consulta, revisa la hora. Reprime las ganas de preguntarle cuánto falta.

Hace un mes que no se ven.

La tormenta se desata. Decenas de oficinistas desprevenidos corren sin paraguas. El tránsito empeora. El agua se acumula en las grietas de la vereda y amenaza con lamerle los bordes de las ojotas.

Sus latidos aceleran a cada momento, con creciente expectativa.

Finalmente, a lo lejos y bajo una cortina de agua, reconoce su figura. Él corre con los hombros recogidos, los dientes apretados, los ojos entrecerrados; su remera negra y sus jeans están empapados.

“¡Por fin!”, apenas puede musitar ella. En los últimos metros, él abre los brazos y se abalanza sobre ella como una ola gigante. Ella se congela por un instante, sorprendida. En su abrazo se lee una necesidad desesperada, un hambre profundo. Un alivio indescriptible tras un período de oscuras tribulaciones.

“Tenía que ser bajo la lluvia, el reencuentro”, bromea ella, para restar dramatismo. Él sonríe y la besa. Se besan como adolescentes. Como los amantes que son.

La musculosa de ella se humedece al contacto del cuerpo mojado de él. Pero a ella no le importa.
Cuando el abrazo se deshace, cuando con el cuerpo terminan de decirse todo aquello que jamás se atreverán a decirse con palabras, conversan sobre el destino a elegir. ¿Un café? ¿Un hotel? “No, mejor vamos a mi casa, así nos secamos”, propone ella, tiritando. Vive a ocho kilómetros.

Corren hacia el edificio donde ella trabaja. En la entrada, varios empleados esperan a que la tormenta amaine para salir. Ella esquiva la mirada de un grupo de compañeros suyos, con los que apenas habla.

Se estrujan la ropa y dejan que el agua caiga en el piso, que está cubierto de huellas de barro. Él se acerca a besarla; ella se pone rígida, pero no dice nada y lo deja hacer. Le incomoda la idea de que sus compañeros los vean. No quiere que al día siguiente le pregunten quién es él.

La tormenta no parece aplacarse. “Bueno, ¿qué hacemos? ¿Vamos?”, apura él. Los dos saben que no puede quedarse demasiado tiempo: tiene que volver a su casa antes que su novia. 

Ella respira hondo, estudia la distancia hasta la vereda de enfrente y junta coraje. “Vamos”. Y sale corriendo; él la sigue.

Cruzan la avenida esquivando los autos. La lluvia es inclemente y, unos metros antes de llegar a la vereda, el agua les llega hasta la mitad de la pantorrilla. “Si me pasa algo, vengá mi muerte”, dice él, y ella se ríe. Él ama el cine, y decir frases típicas de un guión de película.

Una vez en la vereda, ella juzga inútil seguir corriendo. Es imposible mojarse más. Bajo el techo de un bar que cerró temprano, o que todavía no abrió, él la detiene y se besan de nuevo.

Retoman la caminata por la peatonal, hacia el subte. Ella no quiere preguntarle por sus vacaciones, ni por aquello de “allá me di cuenta de que quiero separarme”. La idea de que él se separe de su mujer le atrae y le espanta en dosis iguales.

En su lugar, le cuenta cosas que le pasaron ella, descubrimientos personales, monstruosas angustias vinculadas a él. Y a su relación. Intenta imponer una distancia forzada, allí donde el cuerpo le pide a gritos acercarse.

Lo intenta, pero le es imposible dejarlo. La soledad es mucho peor; es aterradora, como un agujero negro capaz de devorar todo.

Él la escucha y hace preguntas con curiosidad; pero, ante sus respuestas, estima que es un conflicto pasajero y no le da mayor importancia.

Una vez en el subte, ella le habla de cualquier cosa. Durante el tiempo que pasaron sin verse, ella parece haberse sensibilizado y su presencia, de repente, se hace intolerable; aunque ella no pueda reconocerlo todavía.

Él apoya su pierna en la de ella. El contacto tibio y su mirada seductora aflojan la tensión de su cuerpo. “Me bajás las defensas”, confiesa ella, y demorará varios días en comprender lo significativo de sus palabras. Vuelven a besarse.

Llegan a la estación de destino y suben la escalera hacia la calle. Ahora la lluvia es más ligera. Caminan en silencio, respirando agotados. “No veo la hora de sacarme esta ropa”, dice él, sin intención sexual.

Al llegar a la casa, ella le da un toallón y toma uno para sí. Lleva el secarropas a la cocina y mete la ropa de él. La de ella va a parar al canasto de la ropa sucia. Mientras él se seca, ella se cambia en su cuarto. No lo busca, no hay roces. Más bien, se esconde.

Hace pocos días empezó a cuestionarse aquello de ceder a sus impulsos a niveles peligrosos cada vez que están juntos. Hoy no quiere eso. Hoy quiere que las cosas sean diferentes. Pero aún no confía en sí misma lo suficiente.

Él aparece con el toallón atado alrededor de la cintura. “¿Querés un pijama de marido muerto?”, le ofrece ella. Y, por primera vez en su vida, se escucha. Escucha la ira en sus palabras. Y cae en la cuenta de cuánto aún le duele aquél que fue su amor. Su amor de verdad. Aquella relación que tocó a su fin unos meses atrás. Ahora ella se entera de que este período de locura, masoquismo y llanto incomprensible fueron su duelo.

Pero a él no le dice nada de estas revelaciones.

Le da un pantalón de pijama, una de las pocas cosas que su ex pareja no se llevó todavía. Él vuelve al comedor a cambiarse. Cuando ella sale del dormitorio y lo ve, la imagen es insoportable, como si un foco de poderosa luz le apuntara directo a los ojos. Ella hace la cabeza a un lado, aprieta los párpados y pone las manos hacia adelante, como defendiéndose. “No, por favor, sacátelo”, le ruega. “Demasiado disfraz”, comprende él, y se lo saca.

Se acerca y la abraza. “Hoy no puedo, estoy 'en esos días'”. Pero no va a dejarlo así, le promete.

Al terminar, ella se enorgullece de haber podido contenerse. Él se pone su ropa húmeda, se ata los cordones de las zapatillas. Ella lo abraza desde atrás con dulzura. “Qué lindo que sos”, le regala, contenta. Él se vuelve a mirarla, sorprendido y sonriente. En ella, las muestras de cariño sincero son poco frecuentes.

Cuando él se dispone a irse, el miedo vuelve como una ráfaga. Entonces ella inventa una excusa, torpemente lo agarra de las manos, finge una lucha, lo empuja hacia su cuarto. “Vos no te vas nada”, lo amenaza juguetonamente. Pero a él ya no le interesa, ya está satisfecho, y, además, tiene que volver.

Se despiden en la puerta, se abrazan afectuosamente. Y él, sin más preámbulos, se va.

Ella cierra la puerta. En su mente nace un torbellino, cada vez más gris, violento e indefinido.
Camina por el pasillo, cabizbaja. Lentamente, se sienta en el patio y se abraza las piernas, mirando un punto cualquiera del piso.

En su interior, la sensación de pérdida y el ego comienzan una nueva batalla.

Odio que no me tengas en Facebook

Odio que no me tengas en Facebook.

Ver solo lo que compartís con el mundo.

Que no te dé curiosidad lo que reservo para mis amigos.


Odio no poder infiltrarme (con tu permiso)
En el álbum de tus vacaciones de 2010.

Y no recibir tu me gusta ilusorio, alentador de fantasías.


Me altera que no leas mis pensamientos y opiniones, esos que dejo en privado
(Que no son para la chusma)

Que no vueles de imaginar mi alma comprometida e idealista (desde el café que tiene WiFi)

No saber si estás de buen humor esta mañana
(preguntártelo no es ni la mitad de emocionante)

Porque mirarte en vivo nunca será suficiente
Porque no te colgás un cartelito con tu canción favorita del día
Porque no llevás una remera que indique qué personaje de Harry Potter sos
ni la cantidad de puntos del Candy Crush

Odio que no me tengas en Facebook.